Sentado en la taza del váter de la biblioteca pública

Reflexionar en el baño sentado en el váter, no parece ser la manera en que medita el filósofo, que prefiere andar los caminos, como un redivivo quijote sin lanza que avanza hacia aclararse sobre el mundo y su visión, el ser y su revisión y el ente y su confusión. Visión, revisión, confusión y vuelta al inicio, pura dialéctica. ¿Esta dialéctica no podría ejecutarse en el baño sosegado en el váter puramente sesudo? Al menos, en el váter propio, no.

El caso es que el váter propio, el de nuestras casa, se halla alejado de la pared de azulejos en exceso, de tal manera que se convierte la distancia en un “hiatus” (como me gustaba escuchar esta palabra de los labios de un auténtico filósofo, que es lo que siempre fue mi compañero y amigo Manolo López), en un real abismo, que nos impide el ejercicio de la escritura. Los azulejos de la pared del baño son el soporte adecuado para escribir los más crípticos pensamientos, esos que se expresan en dos líneas y que reciben un nombre tan especial como aforismos, que es la manera de trasladar el pensamiento a la palabra concreta e inmediata, propia de quien quiere expresarse con rápida concisión y sin concesiones a la digresión francoalemana.

El váter ajeno, el que se halla en los bares, es el mejor lugar para iniciar una reflexión refleja y flexiva que expresar en presionantes aforismos en la pared de azulejos. El váter del bar que es como un ataúd en el que enterrarse, justo el lugar donde se detiene el tiempo y el espacio se diluye en el mismo ensimismamiento formal y cuerdo. En el mismo, toda reflexión es posible, desde la más extravagante, esa que apoltrona al que la establece en el mismísimo sillón de Hegel, con el manto filosófico cruzándole la sien; hasta la más meritoria, aquella que explica la verdad como quien exfolia la piel muerta que sobra en la planta del pie.

Ciertamente, también nos puede valer el váter de las instituciones públicas. En uno de estos, concretamente en el de la biblioteca pública comencé a pensar en palabras con “m”, con la finalidad de confeccionar una lista de las mismas y hallar entre ellas un orden lógico prematuro, sin ningún resultado, salvo el de descubrir que nunca hay papel de más en estos lugares. Ese "de más" es el que aman los filósofos y no la ausencia, la falta, que es lo que acaban descubriendo todos y de lo que apabulladamente, conscientemente, apoltronados, realizan juicios formales y maduros, muy moderadamente pero recalcando su maestría en cada palabra trazada sobre el blanco azulejo de la pared.

Siempre nos cortamos de escribir en la pared del váter nuestros pensamientos, porque en el lugar que has elegido para escribir el gran aforismo de tu vida, algún pensador cansado de su reflexión sedentaria, colocó su mejor moco ya seco. Nadie ha descubierto la razón ni yo mismo la sé, de porqué siempre encontramos un real moco perfectamente dispuesto en la mitad del azulejo que queda justo al frente de nuestros ojos extrañados. De tan extrañados, bizcos. Probablemente, este sea el resultado más loable del pensamiento sedentario y lo que empujó a Nietzsche y a todos los filósofos existencialistas, a establecer y ejecutar su filosofía como nómadas de la misma, siempre en camino. De Alemania a Venecia y a Austria y a Italia y a Alemania a morir, itinerario de Nietzsche. No distinto de otros muchos, como el de Walter Benjamín, o el mismo Miguel de Unamuno, de Bilbao a Salamanca a Canarias y a Salamanca; o el de Hume, de Edimburgo a París y a Edimburgo a morir. Santo Tomás siempre estuvo en camino, en el fondo de un carro tirado por bueyes, de allá para acullá y para la canonización. Quizá ninguno de los cinco se extrajo jamás un moco del fondo de su pituitaria para colocarlo localizadamente en la mitad de un azulejo de un váter público institucional o benefactor.

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