El placer y el olvido

La culpa de que amase amanuensemente a Nietzsche la cargo gozoso a mi excesiva juventud. No había leído más línea de una obra de Nietzsche que aquellas que se citaban jacarandosas en los libros de texto, y me gustó. Andrés Sánchez Pascual, sabía elegirlas lisérgicas. La primera frase apocalíptica de Nietzsche que se vino a mis manos era aquella en la que nos obligaba a no creer nunca más en nadie que, al menos, nos hubiera mentido una vez. La siguiente, y por mi odio fraternal a todo lo extraño, a lo fuera de mí, a los otros (no olvidéis que son el infierno, según Sartre), aquella cita xeitosa que encontré y que explicaba que ningún precio es alto si evitas que la tribu te absorba y puedes ser tú mismo. Yo mismo a solas con los pensamientos más prosaicos y proustsaicos al tiempo de ese Nietzsche que ni imaginaba bigotón, inicié una sólida carrera hacia la individuación más individualista, llegando a permanecer solo, solo y sollozando. Sin duda, que provocando estas frases en nosotros verdaderos cismas sociales, ninguna como aquella otra que explicaba que la palabra soez y la carta indecorosa eran preferibles al silencio. Daba pábulo a que pudiera tomar venganza de aquellos que se rieron de mí al augurar que nunca llegaría a nada. Cierto es que no he llegado a nada; cierto es que me asomo a todos los abismos del éxito y en ninguno el eco repite mi nombre; cierto es que tampoco me he esforzado el riesgo para que mi nombre se repita. Nietzsche sin ser leído en sí mismo, nouménicamente, sólo administrando las citas y repitiendo lo que los otros explicaban, fenoménicamente, daba para comparecer en la vida tal que un entusiasta anarquista.

Comencé a leer a Nietzsche por culpa de una revolucionaria rubia viajante que se empapó de Neri y sus elocuentes recomendaciones de lectura para acabar con la sociedad de privilegios en la que anónimamente moríamos cada día. El primer libro que cayó en nuestras manos nada menos que Así habló Zarathrustra. Creo que allí se hallaban varias y portentosas enseñanzas: no te engañes a ti mismo, resulta la peor mentira; la necesidad de caminar con compañeros vivos y no muertos (lo que conllevaba acabar con la sociedad del anonimato, claro, señor Neri); ser independiente es el privilegio de los fuertes. Que no se me olvide, pues allí Nietzsche nos también nos descubría su misoginia, la que evidentemente nos inoculó, “cuando vayas con mujeres no te olvides del látigo”. ¿También con las revolucionarias rubias viajantes? Leyendo a Nietzsche descubrí que sólo hay dos clases de hombres, los fuertes y buenos y los débiles y malos; que hay que elegir ser de los buenos y de los fuertes para estar más allá de bien y del mal moral (en el bien y en el mal físicos) y hay que ayudar a morir a los débiles y malos. Los fuertes y buenos son los señores, con una moral de señores y los débiles y malos son el rebaño y que poseen una moral de rebaño, por supuesto. Los débiles y malos, el rebaño, lo identificó Nietzsche con los judíos, cristianos, y sacerdotes variados, y hasta los socialistas; y que los fuertes y buenos son aquellos que se parecen a Wagner con anillos y Nibelungos. Todos queríamos pertenecer a la casta de los fuertes y wagnerianos y acostarnos con Cosima y no a los judíos, cristianos, sacerdotes o socialistas y andar por ahí predicando la moralidad metafísica. Además, la misoginia nietzscheana se podía ocultar en una noche de fervorosa pasión sadomasoquista, al buen estilo nacionalsocialista, pura parafernalia y real acatamiento de la mujer al látigo.

Hoy en mi segunda juventud, Nietzsche ni me apasiona ni me emociona ni llena ni me lleva a la revolución. Lo he olvidado o ha perdido todo el interés juvenil, de acné. He descubierto que los débiles no eran tan débiles cuando llevan dos mil años con toda su debilidad concitando el interés de más de tres mil millones de personas; y los fuertes no eran tan fuertes ni tan heroicos, cuando perdieron anillos y Nibelungos y sólo perdura de ellos los diez millones de personas a las que “ayudaron” nietzscheanamente a morir. Hoy en mi segunda juventud, Nietzsche me procura quizá indiferencia absoluta visto que lo único que llegó a establecer con claridad fue al chivo expiatorio, a aquel a cual cualquier sociedad debiera refocilarse en hacer desaparecer, judíos, cristianos, sacerdotes, socialistas y mujeres. Y mira que el superhombre era un concepto conceptualmente amable cuando se lo identificaba con la Marvel, pero sí lo leías en los libros de Nietzsche, ese “suprahombre”, el que estaba más allá del hombre, no dejaba de ser si no la raza aria elevada a Ópera wagneriana.

Hoy en mi segunda juventud, no entiendo que se lean en Institutos de Enseñanza Secundaria ni se explique a la juventud, la necesidad de acabar con el débil, y que se identifique a éste con el judío ni con el cristiano. A pesar incluso que el último Nietzsche, el que está loco y que firma como el crucificado, resulte tan débil que a un débil como yo o a cualquier cristiano le dé por otorgarle el Amor, aquello propio de débiles y que el verdadero Nietzsche tanto odiaba.

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