Marylin, Heidegger y Silvya no son un ménage à trois

Marylin y Heidegger siguen bailando su vals o quizá un baile de esos bávaros que a Marilyn la obligaba a reír con su sonrisa sempiterna de blancura espiritual, esa sonrisa que nos bendecía con el futuro porque mirar al pasado no es entretenido ni conlleva creatividad. Al menos, la recuerdo en estas palabras declaradas al lado del marido que nunca la amó o la amó en exceso. Ahora más allá de este mundo, sigue balanceando sus glúteos entre los intelectuales a los que amaba, porque ella era una intelectual bella y sensata.
Baila con Heidegger cuando lo escucha explicar que “el hombre es un ser para la muerte”, bárbaramente; y como la oportunidad la pitan calva de Ionesco, Sartre replica o sentencia que estamos condenados a ser libres tanto como a ser muertos. Condenados a morir, cuando llegue nuestra hora, que filmó como quien escribe una partitura el bueno de Sergio Leone con el feo de Charles Bronson y el malo de Henry Fonda. Cuando llegué nuestra hora, con música de Ennio Moricone, queremos encontrar a nuestro lado a esa Jill a la que nadie explica el porqué cuando ella llega, todo el mundo está muerto, que el cómo ya lo ve, salta a la vista. Cuando llegue nuestra hora, será porque se ha cumplido nuestro tiempo, porque es el día de la caducidad. Es muy triste pensar en nosotros mismos como un envase de tetrabrik al que le han impreso una fecha de caducidad en el lomo, pero que nadie ve y el portador de la misma no conoce. Sólo cuando se cumple, se averigua. Ni los mejores ni más reputados videntes son capaces de presentir la fecha de nuestra muerte. Sí, seguro que nos dirán vas a morir así o asá, que las cartas no mienten y lo mentan, y si nos lo creemos, tampoco mienten. Esa fecha que es tan fácil de adivinar, según un juego mental que viene bien para adornar las tardes de lluvia tras los cristales. Si coges la fecha de inicio y término del suceso más importante de tu vida, la suma de ambas resulta la fecha de tu muerte. Al menos, con Franco da resultado y asusta al personal o por lo menos los condiciona a abrir ampliamente la boca.
A veces llevamos fecha de caducidad pero morimos antes de la misma, igual que los tetrabriks de leche, que se pudren sin saber cómo; sólo se hinchan y son requesón. Da rabia. Tanta como que alguien desaparezca antes de su día, de que llegue su hora. Se produce esta desaparición a causa del suicidio. Sí, porque como una válvula de seguridad (¿se puede decir así?) las personas podemos decidir desaparecer antes del la hora señalada, de la fecha de caducidad. Ante la obligación de morir, la libertad de desaparecer. Parece que toda nuestra vida está marcada por esta contradicción, regida por esta dialéctica de contrariedades. Lo natural determinado y la libertad contagiosa.
Explica el doctor Rojas Marcos en un artículo que escribió para el periódico El País, que ser suicida no es tan fácil. No basta querer suicidarse, se necesita además el concurso de la inconsciencia para realizar el acto suicida.
Son muchos los que anuncian su suicidio a cirios y troyanos, pero jamás llegarán a materializarlo; y, sin embargo, esta aquél que sin hablar sobre sus intenciones, llega un día y nos sorprende con el tiro en la boca o el corte en las venas (que finaliza con el corte de la aorta) o con una sobredosis de fenobarbital.
Sorprende don Ernst Hemingway, disparándose, quizá accidentalmente, un tiro en su boca con la escopeta con la que disparaba en África al amanecer, sobre todo, tras escribir su visión de la felicidad, París era una fiesta. Más sorprende que su nieta, Margaux, qué buen chateaux, celebrase el aniversario del suicidio de su abuelo, suicidándose, y lo hiciese un día antes de que se cumpliese el vigésimo quinto aniversario, el aniversario de plata, un cuarto de siglo después. Me sorprende que nunca lo hiciese Luis Buñuel, el sordo que sólo escuchaba tambores al amanecer; o el mismísimo Chopin, al que no logro encuadrar muriendo mientras saluda a cada uno de los que se acercaron a acompañarle en su agonía aquel 17 de octubre. Sorprende que lo lograra George Sanders, un tipo al que si le cayera encima una bolsa de basura persistiría en caminar con su porte galante, que deja una nota patética de cansancio de este cruel mundo, al que califica de dulce cloaca; o Anne Nicole Smith, o quizá no.
Hay una suicida entre todas las suicidas que me embelesó, se trata de la chica que vivió en una campana de cristal y finaliza sus días en un horno al que le abre la espita del gas. Silvya Plath. El año que yo nací, 1963, alquiló la casa de W.B.Yeats. Cansada, ajada, pobre, dio de comer a los niños que nacieron de su matrimonio con Ted Hughes. Les dio unos vasos de leche y unas magdalenas proustianas y los arropó. Apagó las luces, se fue a la cocina. Tapó toda ranura por la que pudiera escapar el gas con toallas mojadas, abrió la puerta del horno, introdujo la cabeza, abrió la espita del gas y desapareció. O quedó en ese año como un fantasma oscuro. Nos legó su esperanza en un libro que me alimentó como los hongos, de veneno, The Colossus. Un libro, qué curioso, que me encomendó traducir alguien que se iba a comportar como un suicida fracasado, mi buen amigo Txomin, que en realidad se llamó siempre Domingo Joaquín Santos.
Entre la naturaleza y la libertad, entre la muerte y la desaparición, entre la caducidad y “claudicidad”, vivimos esta vida, la vivimos demasiado, como George Sanders, y la convertimos en una dulce cloaca. Buena suerte.

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