Por el fracaso: ¿dónde están tus admiradores?

Al cumplir los catorce años, precisaba ser famoso. No ser un escritor ni un bailarín ni un cineasta, sólo famoso. Así como Flint, el agente secreto, no Errol, que fue un erro. Flint, que donde llegaba partía la pana. Precisaba potente ser un potentado de reconocimientos y saludos de obligación y hasta de apostasía, que tanto da. No sé quién lo comentó pero lo más cierto es que si no te odian, no existes. Si no te envidian, creo que leí en algún libro de aquellos que aglutinaban citas a mansalva, no existes. San Agustín lo expresó a su manera, “Fallum”, si peco, soy, “ergo sum”. Al que peca, le envidian; y si el pecado es mortal, te envían mortalmente. Quizá a eso se refería el Santo Agustín, no el Santo que no era nada santo, cuando le pidió a Dios en sus Confesiones que le procurase la castidad lo más tarde posible. De viejo, cuando efectivamente ya no eres ni pasto de la envía ni objeto de odio, o viceversa. Salvo si te llamas Arthur Miller, que te envidiaran y te odiaran en la eternidad por haberte casado con la Belleza de senos que son pétalos de rosa y haberla tratado como a una rosa marchita, incluso, más allá de la vida, como un postulado de la razón práctica Kantiana.

Al cumplir catorce años me quedaba ensimismado en la Plaza Mayor soñando escribir el mejor poema del mundo, bailar un kasachof sin hacer chof suey o rodar la película perfecta a la manera de Passolini, echando gasolina al fuego. Y lo imaginaba en mi mente durante horas, parado sobre las estaciones del año. Escribí y recité o no recite el poema pero lo publicaron

Un loco charlatán

oculto en una campana de cristal,

con largas orejas y nariz respingona,

amarrado a la verdad,

parloteando con suciedad,

aplastando la cabeza de un ideal.

Apareció en El Correo Español/El pueblo Vasco, y en vez de comunicarlo al mundo, sentí vergüenza. O pensé que me alcanzarían con una crítica y no volvería a levantarme, muerto. Tuve buenas palabras de mejores amigos y amigos que con buenas palabras hubiesen sido mejores. Me hundí. Juré no volver a escribir una línea a causa de aquella vergüenza. Un sentimiento desagradable y que olía a morfina tras ser inyectada, displicente. No tuve en aquel instante la acidez precisa para el alejamiento y observar lo que se dice de uno con la aridez de la cólera. Escuchar lo que se dice de uno allá en la cuarta digestión, que como explicó San Buenaventura, es el tiempo para lo mejor, sobre todo, para el mejor amor. Todo sabe mejor a esa hora. Lo que no sé es exactamente cuando se produce la cuarta digestión. Ojalá hubiese sabido entonces que sólo se muere una vez. O comportarme como explicaba aquel entrenador de fútbol escocés, ganes o pierdas sal del campo con la cabeza bien alta, es la manera de ser ganador.

Ni rodé películas, pero escribí una con Juanillo, ni escribí poemas, porque me envenené con los dos únicos que publicaron, ni bailé como un papá piernas largas. Quizá en aquel momento hube de haber pedido mi foto a la entrada del club, y ocultarme dentro entre el humo. A pesar de todo, persistía en mí la necesidad de ser famoso a toda costa, en toda la costa, Strogoffnovichmente, aun ciego.

No volveré a verte amor,

conduce joder y rápido

que odio los martes;

o

la mosca, la mosca

encerrada en el vaso

sin alas, es un caso

o un soldado raso;

y siempre existía la pregunta maravillosa que efectuaba el mejor periodista del mundo para que me luciera con una contestación como una constelación. Respondía explicando que acababa de inventar la poesía punk, y pretendía que toda palabra se comportase de la misma manera que un puñetazo en la mesa de cristal o como mi espalda al romper el cristal de la puerta del salón, tras un eslalon.

No había nadie. La calle, el frío, la luz de las farolas, las putas, el mal humor de los borrachos, la sonrisa de un poeta de verdad y el olor de una ría metafísica, arruinaban el momento crucial. La foto a la entrada del club, como exigía Frank Sinatra, es lo que faltaba y habría sido necesario para que una cohorte de admiradores y un harem de Hepatías (tías con hepatitis, chisteó el chistoso Franqui) amaneciesen en mi cama recortando mis sábanas y escribir en las mismas mi nombre al viento.

Al vent de la venta, ventajista.

Como un ventajista, como un sabio, así quería sentirme, y que me amaran las multitudes, como ese Flint.

Hoy no. Hoy prefiero amar el alma de las personas, como un pobre, que son los que sienten el amor como algo real y verdadero y lo portan en su pecho sin vergüenza. No quiero volver a oler como apesta la morfina. Hoy prefiero sentirme como se concibe cualquier hombre cuando ve salir a una divinidad de la bañera, englobada en jabón, tratando de mirar por una cerradura clausurada con esparadrapo. Y más si esa divinidad se llama Kim Novak. Aunque ya no tenga admiradores, aunque tengamos que acudir al primer bar a tomar atómicamente y con voracidad el vodka que sobra en Bratislaba. Hoy prefiero administrar lentamente los misterios a mi mente, calzarlos con perspicacia, silencios de amigos.

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