Hace falta un siglo para aprender que no hace falta un siglo para aprender

Lo confieso, cuando disfruté de la serie Espacio 1999, en los años setenta, con aquel actor de flema inglesa, Martin Landau, y su excelsa esposa, Barbara Bain, supe que mi oficio era el mismo que el del doctor Koening, buscar la vida fuera de la órbita terrestre surcando el espacio interestelar en una luna viajera. Hallar la vida fuera de la órbita terrestre, más allá de la vía láctea, tripulando una de aquellas naves magníficamente diseñadas. Me imaginaba en alguna de aquellas naves, navegando por el universo estrellado para aterrizar en el planeta habitado por criaturas inteligentes, que aprenderían de mi Reino y yo del de ellos, si lo tuvieran. Y yo no  habría de dudarlo. Además, el comandante alfa Koening se convirtió en un modelo a imitar, tanto como el doctor Spock, el Capitán Kirk, Supermán, etc.
En realidad, aquella fue una de las primeras épocas de crisis en mis fundamentos fedeísticos. Buscaba ansiosamente un sustituto para Dios, sin duda, aquí y allá. Si no pudiera ser en el campo de los caballeros solitarios que no pueden revelar su identidad, la hallaría en el campo de los hombres elevados a la quintaesencia de la Verdad y de la filosofía. Crisis de identidad, como muchas que suceden en la vida, y por las que voy pasando y voy capeando.
Ésta sucedía cuando tenía quince años.
En fin, como una Magdalena aguerrida pero alicaída, salí en busca de mi identidad hallándola en estos seres que se situaban más allá de nuestra galaxia y que semejaban aquellos seres angélicos que proporcionaban porvenir e identidad a las gentes de los pueblos antiguos. Toda vez que el comandante Alpha Koening no me reveló nada (1999 ya es once años tarde) y que en los hombres elevados a la quintaesencia de la Verdad y de la filosofía  nada hallé (que no fuera tanta fe como en el Dios marginado) que no fuese excesivamente humano y en los superhéroes ninguna otra cosa que no contuviese El Quijote,  decidí buscar mi identidad en Susana Estrada y Victoria Vera, que daban para una noche alocada con su foto agrandada ante los ojos. Y la identidad que proporcionaban finalizaba tan pronto como se vertía a la sábana la polución impoluta. ¡Fiasco!
La segunda gran crisis de identidad la sufrí a los veintitantos, curiosamente y tuvo que ver con una revelación profesoral echa ex profeso. La vida, la realidad, el hombre y la tripa, es relativa.  Bien, esto me permitía pensar en los seres inteligentes que sobreviven fuera de la órbita terrestre, como seres posibles no accidentales a los que podría encontrar a la vuelta de la esquina, ya que tal encuentro era relativo al observador. No sabía que pudiera llegar a ser tan inocente. No deseaba confiar en Dios, pues había evitado que explotase Hitler con las bombas que disponían para su muerte, y creaba cada día monstruos inconcebibles, que plegaban el mundo a su antojo. No quería entenderlo por mucho que Hegel me obligase a pensar en la racionalidad real y la realidad racional.
Aquello de un viajero que despega hoy a la velocidad de la luz y vuelve mañana, pero mañana es cincuenta años después, suponía que una inteligencia externa a la órbita terrestre, podía llegar a la tierra aunque partiera de su casa hace ciento cincuenta años. Un problema: cuando sale de casa y llega a la tierra, ¿quién le verá? ¿Yo, mi hijo, algún otro? Y cuando vuelva a su planeta, ¿quién le creerá? ¿Quién sabrá de su misión? La imposible solución a estas dos últimas preguntas, me hizo volver la mirada de nuevo a aquellos que eran la quintaesencia de la Verdad y la Realidad, apareciendo las figuras rotundas de Andrez Wajda y Juan Pablo II. El hombre de mármol. El hombre de hierro.
Sin duda, lo único interesante es que persistía con indudable ahínco en encontrar mi identidad. También entendí lo que pretendían indicar Plessner y Ghelen cuando hablaban de la fragilidad del ser humano porque vivía una infancia de cuidados. No somos nada sin esos seres angélicos o inteligencias que viven fuera de la órbita terrestre; sin Supermanes o Bátmanes, o cualquier superhombre. Y algo más: que aquellos seres angélicos, extraterrestres, supermanes, etc.,  eran trasuntos del padre, una búsqueda del padre putativo. Para perderme de nuevo, decidí buscar mi identidad en mujeres de verdad, ordinales y ordinarias, sin nombre y sin lencería, con bragas y abrigo. Pan del hoy y de mañana, si lo deseabas.
¿Dónde estaban los extraterrestres buenos o malos?
Surgió entonces mi tercera crisis identitaria, que tuvo que ver con las máquinas del tiempo. Poder trasladarse por el tiempo a otros tiempos, a otras épocas. Me imaginaba en aquella máquina del tiempo que pilotaba Rod Taylor, en la que se trasladaba al futuro del futuro. Creo que llegaban a explicar que iba al límite mismo del tiempo. Curiosamente en el límite del tiempo una raza neocanibal daba cuenta de una raza neoinocente. Incluso dispuso de una máquina del tiempo Carl Sagan en el programa Cosmos. Viajar en el tiempo, eso sí que suponía relativizarlo y acabar donde gustases. A pesar de que me planteé en más de una ocasión donde me desplazaría si pudiera viajar como Rod Taylor, no se me ocurría mejor época que la actual.
En todo caso, vino Stephen Hawking a romper mi hechizo. Con una palmaria concisión evaluativa, expuso que los viajes en el tiempo eran imposibles. Preguntado por la razón de tan rotunda afirmación, sólo alegó que su tataranieto aun no había parecido para reprocharle la situación familiar futura. En ese momento comprendí porqué a mí no me resultaba beneplácito ninguna otra época salvo esta. Roto el hechizo, rota mi utopía, me dedique a perderme con libros filosóficos que hablasen del tiempo y de la manera en que lo perdemos si en vez de pensar acabamos liados con mujeres ordinales, ordinarias, o con fotografías de las mismas en virtual tridimensionalidad.
Ni existen las máquinas del tiempo ni los extraterrestres y, en todo caso, el extraterrestre es mi gen y yo, ése mismo que encontró las condiciones de desarrollo en este planeta, y no  hay vida más racional más que aquí, entre mis semejantes. Recurrí a suponer que mi voluntad no era prioritaria más que si se culminaba en la voluntad de los otros, y comencé a vivir más o menos feliz. Con la identidad que me glorificaban los otros, pero con una identidad.
Vino el otro día Hawking a romper de nuevo mi felicidad o mi ensimismamiento feliz. Me sacó de mi idílico edén cuando de repente reconoció la existencia de los extraterrestres, ¡vaya!, pero de unos extraterrestres malvados, como el de la película XTRO o de La Posesión,  que parecía extraterrestre o monstruo, no sé. Nada que ver con aquel pacífico ser que aterrizaba en nuestro planeta para advertirnos de nuestra perversidad y luego hacernos desaparecer en la noche de los tiempos; o aquella cosa que era La Cosa, un enigma de otro mundo. No se acerquen, como si se tratasen de unos inmigrantes desconsolados dispuestos a llevárselo todo, o los conquistadores del nuevo mundo, donde lo Cortés no quita lo Pizarro, extraterrestres ya en su tiempo colon-izador, al que es imposible volver porque no hay máquinas que lo consigan.
Visto así, casi que prefiero que no aterricen aquí, que se queden en sus mundos. Aquí los añoraremos platónicamente o moldeando montañitas al estilo de Richard Dreyfuss en los Encuentros que nunca tendremos. Ahora recuerdo que el doctor Spock decía algo parecido, es mejor la evasión que la confrontación.
Al final, mucho trekki suelto es lo que hay.

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