Suelten la rabia acumulada mis hamletes

Impartir clases a mis alumnos y escribir condensan las dos facetas de mi corta vida que más concitan a mi civilidad. Incumben a mi esencialidad a priori o genética, de manera tal que las tengo más por vocación que por profesión. En absoluto me cuesta ejercerlas, que resulta tan natural como ser moreno, tener los ojos del color de las carballeiras; o creer en Dios. De ambos ejercicios, lo mejor son los alumnos, presenciarlos como permanecen a la escucha de las voliciones de los autores que explico, evidentemente, filósofos interpretando a filósofos; o cuando leen empedernidos e huidizos, los escritos propios que les propongo analizar al unísono, en comandita.
Nunca, hasta hoy mismo, me había propuesto averiguar qué podría haber sido mi profesionalidad de no disfrutar tan rebelde vocación. Nuca me he sentido en la necesidad de aquellos que escribían a revistas mensuales para participar al público lector de los derroteros por los que habría discurrido su vida de haberse acostado con aquella amiga, de haberse negado a estudiar derecho, de haber asistido a aquella orgía de infieles, cocaína y donperiñón, o de haber insistido en aquel beso beodo tardío a la caída de la noche. No. Esta tarde, sin embargo, mientras desespero a que mis alumnos finalicen sus exámenes recuperativos, un examen “brovil” pero muy vil, he tentado a la suerte y que ésta me mostrara lo que hubiera sido en mi profesionalidad.
Como quien juega a la lotería o lanza los dados con los dedos fríos, he exigido a las runas del futuro que me mostraran cuál hubiera sido mi vivir o mal vivir, de no andar por la vida impartiendo reconocimientos de vitalidad filosófica. Así se me descubre que de no ser escritor (todavía no “escribivividor”) me dedicaría, ni más ni menos (aquí, ahora, la nueva nova merece un redoble de tambores, sabores, cañones, y un par de tostadas con mantequilla y quillas que hienden bravos mares y hasta la sonrisa de una niña y un mal monstruo que la empuje, si juegan, al fondo de un largo lago) ni menos ni más, y que coincide con un profundo y fundante It, ahí va que nos sorprende, a asesinar hijos de la gran puta.  A la manera en que nos lo mostraba en su impregnada actuación y pringosa el actual gobernador de California, “Sayonara, baby”; o como lo silabeaba de cinismo y pólvora, Bruce Willis, “yupi ya hey, hijo de puta”. Prefiero este segundo, dado a escoger.
No sé si debo mantener “asesinar” o introducir el término “ejecutar”, ya que librar al mundo de una proterva persona, no es más que un bien mayor, aunque supongo que penar, se ha de penar como se pena por cualquier asesinato. Que no es asesinato sino un bien mayor, habréis de creerlo o leerlo en los libros del padre Suárez SJ.; o quizá en el ejemplo de aquel que dudo de Dios porque no consiguió librar al mundo de Hitler, el gran sacerdote y mejor persona, Drietrich Bonhoeffer.
Cuando revelé lo que el futuro me desenmascaró, y lo hice fuera de la civilidad, en la amistad, frente a un café, el gran amigo con el que lo paladeaba, me inquirió acerca de cómo podría saber quién era un gran infame y vil rencoroso y quién no. Por respuesta, le miré a los ojos y le espeté, “¡tú, no!” Reconozco a un hijo de la gran puta en cuanto lo trato porque, para desgracia mía, resulto a ellos imán atractivo. He andando rodeado de ellos por todas partes – menos por unas cuantas maravillosas gentes. Y es que los hijos de puta son aquellos que rebosan de envidia y les puede el resentimiento moral, que describió con perfección Max Scheler y el mismo Ortega, tomándolo prestado de éste, “el rencor español es una reacción por el sentimiento de inferioridad que nos confecciona”. Ya sabéis, sustituir hijo de puta por rencoroso y envidioso.
Conoced a alguno de estos: rodeado de aquel que proclamó aceptaría compensaciones inmobiliarias a cambio de conceder instituciones públicas, llevándose por delante a tirios y troyanos que se le opusieran, ayudado por el móvil y el hombre con necesidades perentorias; hasta de aquel que nos besa en los labios mientras le ordena a su enano que nos introduzca un barrote por el “arrobe”. Al lado mismo de aquel que se beneficia con beneplácito a todas sus ayudantes (que llaman a su puerta con un golpecito de gracia) para que las voluntades de las mismas nunca se nieguen a sus delineadas necesidades; hasta de aquel que adobado en un “dios mío, ay, dios mío” perpetuo nos concede en su sonrisa falsa nuestra pretensión pero blande duro, de seguido, su convicción vencedora. Al babor de aquel que vendería a su madre sólo por permanecer socialmente a la misma altura en la que el semen de su mujer lo ha aupado; hasta aquel que se vanagloria de a cuántas mujeres ha humillado aprovechando la necesidad de éstas y lo relata en la barra del bar a los muchos que lo odian.
Me detengo, que al clasificar, recuerdo, y se alinea el punto de mira justo en su alcance, y disparar cuesta nada. Me detengo, pero habréis advertido que gozo de buena facultad para determinar y reconocer quién es y quién no, bellaco perverso; y hasta un maldito depravado malicioso deshonesto e indecente criminal.
Los he sufrido y los reconozco. Los he acogido en mi hombro cuando sus lágrimas se quejaban de lo poco que les correspondían aquellos a los que proclamaban como amantes pero traicioneros. He reconocido sus neurastenias persecutorias como huella indeleble en los supuestos accidentes con los que han “desaparecido” mis muy buenos amigos.
Obro muy justo si los asesinara o ejecutara, y así lo imagino. A continuación, sin embargo, me siento vacío y ridículo. Prefiero permanecer impartiendo clases y escribiendo para mis alumnos. Cuando siento imperiosa la necesidad de ejecutarles, mi creencia detiene mi impulso porque tal y como me aconsejó el padre Juan Luis Cortina SJ., “en la vida, cuando sentimos vanas tentaciones (diría yo que también la tentación de la banalidad política) no hay como arrodillarse entre San Javier y Nuestra Señora de Lourdes y aguardar a que se iluminen los senderos de la inocencia”. Funciona, oye.
Escribo y doy clases, y mi nueva manera de escribir virulenta ha de servir servicialmente para poner a las claras laminadas la inocencia de los amigos que mueren mientras indican cuál fue el vil infame y bajo bellaco rastrero que los empujó a morir.
Sólo entonces me sentiré bien, filosóficamente hablando.

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