El mundo lapidario nunca vale por dos

Nunca fui de natural macabro y mi tendencia a los cementerios se comprendía con alejarme de los mismos. Ni a la puerta me llegué en ocasión alguna, que abría a otro mundo; o porque me asustaba el quejido chirriante de los goznes; o por tanta flor pudriéndose sobre el mármol.
Cheché, que no se llama así, por supuesto, pero se la conocía por el tal apodo, me emocionó en los cementerios. Cheché con sus uñas negras, la ropa negra, los ojos negros, una gótica en tiempos en las que aún faltaba mucho para que se las denominase así, gustaba de dormir y amar en los cementerios, sobre la lápida que ella elegía azarosamente. O eso creí siempre, aun hoy. Con ella profané el sueño de los muertos, como en la película de Jorge Grau, no porque abriese tumbas, sino porque era el ser más vivo entre tanto ser en reposo. Un cementerio, diría Nietzsche, es lo más parecido al Ser aristotélico, al mundo platónico, al pensador de las puertas traseras, ese Kant cantiano, ladrador. Por cierto, que puso como epitafio sobre su lápida el resumen de su filosofía: el cielo estrellado sobre mí, la ley moral en mí. Nada menos que sólo al morir alcanzó a unir lo conocido con la cosa en sí, lo incognoscible. Vaya.
En el cementerio me llamó la atención la lápida de un fulano que había dispuesto como epitafio el hecho de que nunca vivió ni murió porque sólo se dedicó a visitar la tierra entre dos fechas. Curioso, pero me cortó, al leerla, un orgasmo de esos en los que suele gritar “bien”. Cheché me recriminó mi actitud y le señale el epitafio. Me indicó en ese momento que los había excelentes y muy graciosos, como el de Groucho Marx o Julius, ¡salve Julio!, algo así como disculpe señora que no me levante, siempre estoy a sus pies. No descubrí tal epitafio el día que visité Los Ángeles, el cementerio de Eden Memorial, sólo la fecha de su nacimiento y muerte, y la estrella de David, todo muy serio. Nada que recuerde al cínico personaje que se movía por la pantalla como un pato en una casa de reposo, ni epitafio ni peritafio. Burda broma que lanzaría quizá un imitador de Groucho y no de Julius. Sin embargo uno de los seres más serios y religiosos que han sido en la faz de la tierra que nos pone a prueba, J.S.Bach, dicen que puso sobre su tumba un epitafio risible, desde aquí soy incapaz de componer una fuga. No digo yo que no sea a su vez un chiste, y ambos dos epitafios no sean si no leyendas. Tan de leyenda como el que me contaron que Alfred Hitckock eligió para su tumba, los chicos malos acaban así. Nadie se atrevió a esculpirlo.
Otros epitafios son ciertos y no hay leyenda, como el de Mel Blanc, que disfrutamos tanto de chicos, que es un final “all that’s folks”, el eso es todo, amigos, que Porky Pig tartamudeaba siempre cuando finalizaba una carictura; o el de Miguel Mihura, que se atrevió a pedir un ya decía yo que ese médico no era bueno. Impacta el de don Miguel de Unamuno, sólo le pido a Dios tenga piedad del alma de este ateo. Hay algunos epitafios de gente anónima que se corrieron en boca de todos, de tus hijos, menos de Ricardo que no dio nada; o ese aquí yaces y yaces bien, tú descansas, y yo también; o el no menos tronchante, a mi marido, fallecido un año después del matrimonio de su esposa profundamente agradecida. Aquí donde vivo, una mujer llegó a poner en la tumba de su esposo tanta gloria ganes como paz dejas, aunque aún estoy por realizar la comprobación empírica.
Una leyenda muerta es Jim Douglas Morrison, que yace en el cementerio de los hombres ilustres de París. Siempre quise visitar su tumba, tercer monumento más visitado de París, para ver si era verdad que él no estaba allí. Cuentan que el padre se lo llevó y que aquello no es si no una manera de atrapar incautos como yo, que pretenden ser la imago del que cabalgó la serpiente no del que cantó. Evidentemente, ya se le parece suficiente alguno cantante vivo. Quería saber que ponía en la tumba como epitafio. Nos fuimos en autostop el chino, el indio y yo, y ante la tumba, tambaleándonos de misterio y güisqui, encontramos una inscripción en griego, que hubiera sido del gusto del padre Igal, Kata ton daimona eaytoy. Daimona, daimon, la palabra favorita de Aristóteles para referir en qué consistía la felicidad, nada menos. Él filósofo oculto, más agente secreto que pensador, definió la felicidad como eudaimonia, lo que no era otra cosa si no hallarse a bien con los propios demonios. Los demonios de cada hombre, individualmente considerado, contra los que luchamos para hallar la virtud, y que no son iguales para todos, indudablemente. Jim Douglas Morrison murió con los demonios en su interior, luchando contra ellos, sin poder vencerlos, seguramente, sin llegar a la felicidad según la definía Aristóteles; o bien, si entendemos lucha como asunción, seguramente el cantante de los Doors murió con todos los daimones en su interior, asumidos, comprendidos. Nada menos, como nos gustaría morir a cualquiera de nosotros. Murió feliz, absolutamente feliz, con su vida cumplida.
No puede decir lo mismo Bette Davis, que supuestamente lo hizo a la manera más difícil, y así lo reflejó en su epitafio. Sin duda a todos nos gustaría pedir lo que anuncia Nicanor Parra, Voy y vuelvo, como si la muerte fuese solamente un recado intemporal que nos tiene ocupados fuera de nuestro lugar habitual de vida.
Ojalá nos dé tiempo a vivir intemporalmente y así conseguir estar a bien con lo propios demonios, y no tengamos que expresar en nuestro epitafio la lamentación del marqués de Sade, que quizá nunca experimento lo que escribió en sus libros, ese lloro que es el si no viví más es porque no me dio tiempo.

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