La línea de puntos marca el área de sangrado

Me levanto del sofá y dispongo mis manos sobre el teclado clásico del viejo y sucio ordenador que poseo y que guarda en su memoria todo mi pasado, o mi supuesto pasado, porque creo que lo inventé todo. Me levantó del sofá y corro de aquí para allá como si, poseído por el baile de San Vito, no pudiera detener mis músculos. Me levanto del sofá y no sé dónde me encamino hasta que me da por abrir la puerta del baño y orino salvajemente, incluso salpicando la mampara del baño. Me levanto del sofá y pienso en todo el optimismo que destilo por los porros, y me sonrío porque al meter la pata con una erre de más, creo un chiste, pero me doy pena porque surge este chiste con la fuerza patética con un colega escritor precisa vender su mundo de letras. Me levanto del sofá y me quedo quieto como un gato que escucha un sordo sonido de amenaza en el aire estático, y me detengo, sin dar un paso más que me delate. Me levanto del sofá y lo siento, pero me rasco los testículos como un sudado macho de la selva de Borneo, porque soy un exudado macho de la selva de Borneo, a la espera de ser segregado por mucho macho. Me levanto del sofá con la creencia sincera de haber realizado, confeccionado innumerables acciones bondadosas y relatado estupendos cuentos con moraleja o haber hablado con quien se iba a suicidar y haber logrado evitarlo, pero sólo sé que he escrito unas doscientas cincuenta y siete palabras. Dice Nietzsche, me lo recuerda, que finjo que mis acciones nerviosas poseen una causalidad sobre el mundo, que me miento y os miento, y nada de esto es verdadero, todo es falso, y no soy si no un ser débil, que desprende moralina y amor por su prójimo y que debo desparecer. Me levanto del sofá y miro a través de las cortinas del salón y pienso que no entiendo nada de lo que pienso ni de lo que realizo. ¿Cuál es el sentido de todo esto? No sé, y retorno a lo peor, me levanto del sofá y vuelvo a escribir la pregunta, ¿cuál es el sentido de todo esto? Esto, evidentemente, son todos estos actos que repito sin cesar durante los 24.587 días que puede durar la vida de una persona cualquiera hoy día. Es increíble que pueda estar tantos días durmiendo y levantándome del sofá y de muchos otros sitios y de tantos otros sitios. Lo único que tiene un aire distinto son los dos días que gastamos en nacer y morir; el resto del tiempo, ahí que se nos va levantándonos del sofá y volviéndonos a sentar. Entiendo que Jack Kerouac y todos sus perdidos amigos generacionales sintiesen ese desasosegante intríngulis en su subconsciente y se animasen a recorrer la tierra y evitar la repetición monótona de los días. Tanta repetición no puede ser buena u oculta algo, desde luego. Un misterio. Como escribe Coover en Zarzarrosa, el príncipe no se lanza a la aventura por la princesa que dormita, que princesas que dormitan las hay a raudales y más. El príncipe se lanza a la ventura por desentrañar el misterio de porqué tiene él que enfrentarse al mundo y desentrañarlo para llegar al reino de los dormidos, a despertarlo. No tiene interés en la princesa sino en el recorrido hasta la princesa. Nuestra vida, de igual manera, con todos estos actos repetitivos y que tanto duran deben de tener algún misterio para desentrañar, sino, al final, lo más interesante resultaría un buen suicidio. Es más, entiendo que Nietzsche quisiera salirse de  esa monotonía repetitiva asesinando a Dios. Sí, realizar mal todo lo que hacemos, cada acto, cada frase, un pequeño desliz que convierta nuestro acto o nuestra frase en algo falso o fracasado, malo moralmente, y que haga aparecer a algo o a alguien que ponga las cosas en su sitio, que nos abronque y nos indique cómo se debe realizar, al menos, las cosas serían distintas, las frases tendrían otro horizonte, que el meramente repetitivo. Así lo describe Coover de nuevo en Azotando a la doncella, novela donde los protagonistas, cansados de su monótona vida, introducen el error, el fallo, hasta que, curiosamente, comparece ante ellos la libertad de abandonar tanto ritual costumbrista. A fin de cuentas, de eso hablamos, de que durante 24.587 días no nos cansamos de la seguridad con la que nos comportamos en la vida y con la que nos conforta nuestros rituales, pero nos estremecemos de muerte con el aburrimiento que nos inocula. La libertad es el nuevo horizonte, un horizonte en que comparecemos con la posibilidad de romper el ritual. Ese mismo horizonte que buscaban Kerouac, Barroughs, o el mismísimo Nietzsche y hasta el barbado barquero que nunca pilló el pez de su vida, Hemingway, que en su apellido ya llevaba la vía que debía seguir, la vía del dobladillo, así se traduce hem al español. Nunca un apellido describió mejor a su portador que el dobladillo a Ernest, o don Ernesto, nombre de seguidor de toros. El dobladillo es el doblez del doblez, lo oculto de lo que se oculta, aquello que es propiamente hablando inconsciente. No en balde, en todas las novelas de Hemingway, el protagonista busca el inconsciente, el dobladillo de la vida. Robert Jordan dinamita el mundo preguntándose por su “continentalidad” que descubre en María, y demasiado tarde, en las campanas que tañen por él; o el viejo al que abandonan las moiras de la suerte y va mar adentro a la búsqueda de las mismas. Como es de dominio público, el mar, la mar, es la genuina representación del inconsciente, y el viejo se adentra en su inconsciente a la búsqueda del contenido del mismo, y lo halla. Lo curioso, lo sabe Hemingway, es que el inconsciente nunca se puede presencializar púdico, público, y se lo zampan los tiburones. Al final, siempre el dobladillo queda revelado pero velado. Lo explica con genuinidad Andrés Ortíz – Osés, lo oculto u ocultado, lo sobreseído, cuando se desvela, se vuelve misterio. Quizá Hemingway, cuando intuyó que jamás reencontraría ese pez profundo, miró en el fondo de los cañones recortados.
De todas maneras, no debemos dejar de dialogar con las fuentes oscuras pero sentidas de la vida, como pide Paul Celán.
Cualquier piedra que levantes-
desnudas
a los que piden la salvaguardia de las piedras:
desnudos

renuevan el entramado desde hoy.


Esa búsqueda del inconsciente es el misterio de la vida, y hace que ésta merezca la pena, o como se puede decir de otra manera, que comparezca ante nosotros el sentido de la misma. Sin embargo, permanecemos dormidos ante este sentido. Heráclito lo expresó en uno de sus aforismos oscuros, el hombre actúa como dormido ante el logos. De la misma manera que la princesa del cuento, que se pincha con el huso y dormita cien años, tiene tantos sueños que se van superponiendo unos sobre otros, el logos, palabra, lenguaje, es lo que debe escuchar el hombre, según Heráclito, y que se superpone en nuestros sueños inconscientes. Pero el hombre no escucha al lenguaje porque no escucha al logos. Lenguaje y logos, la misma razón dialógica que nos ha de dirigir al final del logos, el pathos. Como la princesa dormida por el huso de la bruja espera el beso que la despierta, el hombre espera al pathos, toda pasión que siente el espíritu y que nos conduce a la biofília. Nuestro príncipe es el lenguaje, ese lenguaje que no cuidamos y que perdemos, como lo perdía Molloy, el personaje de Beckett, toda vez que rechazaba a Godott, y se olvida del objetivo que se propuso. Y lo hace porque, en realidad, el mundo en el que vive no entiende de recompensas para quien utiliza bien el lenguaje ni de castigos para quien le otorga el peor de los usos - el desuso.
Se trata de despertar, de abrir los ojos, pero, evidentemente, aquellos ojos del alma, que Platón denominaba nous, al nuevo lenguaje, a una novedosa manera de vivir. Mientras tanto, “es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”, según finaliza el texto de Molloy. O dicho a la manera aforística de Ortíz – Osés: El único enigma del mundo es el alma: pero es una palabra en desuso (desalmada).
Tras este repaso, aquí me quedo, esperando a mi principalidad, a mi Godott, a ver si me recomienza con su beso de presuposición, God, Gott, con su presencia de crucifixión.

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