Cafeta Blues

La movida de los ochenta, época del trapicheo.
Con el trapicheo, se estableció una de las premisas básicas de aquella etapa para todos los que la quisieron vivirla: vivir para morirla: comprometerse con la posibilidad de la autodestrucción, que era obligada.
Cuando se aceptaba esta premisa, el mundo perdía todos los rumbos posibles y las gentes se dividían en dos: aquellos personajes que aceptaban los valores establecidos, que les permitían sentirse importantes y parte de la sociedad – democrática; los otros, que se inmolaban en la hipocresía que supuraba esa misma sociedad – democrática, en todas aquellas sustancias que permitían evadirse hasta desaparecer.
Éste fue el primero de los escándalos que apareció ante los ojos de los nuevos buenos ciudadanos democráticos: que denunciaron a los gobernantes que proponían aquellos nuevos valores supuestamente buenos, muy, muy, liberales, que relajaron la moral, o de ello les acusaron.
No hacía falta relajarla: la asunción de la autodestrucción llevada a cabo por la movida (que no es únicamente madrileña, recordar al chico más estupendo de la playa del Gros, a las chicas más salvajes de BaraKaldo o a los afinadores vigueses) traspasaba a todos los ambientes sociales, a todas las tribus sin límite, a todos los individuos a la búsqueda de la imperfecta perfectibilidad impropia.
En la autodestrucción se intentaba hallar el camino más rápido a la divinidad, a ese dios que se ocultaba de nosotros, jugando al escondite en las variadas formas de nuestra idiotez, concediendo a la imbecilidad que se mostrase como el único camino hacia la sociedad – democrática.
La autodestrucción resultaba la única premisa que se debía cumplir para pertenecer a la movida, a la onda, e iniciar en ese instante el camino del exceso, la vuelta al mundo en ochenta suicidios convincentes, convenientes. Se exigía como en todo, un comportamiento consecuente, lejos de los buenos seres bien pensantes democráticos, la única manera de salvar la imbecilidad.
Sexo hasta los límites de las enfermedades venéreas, drogas sin límite y el rock más desgarrador en guitarras y voces clavándose en cada neurona vegetativa. Hubo muchos que siguieron este camino con una exactitud programática, que en ello no les iba la vida sino la coherencia, vivir como se piensa y, a su vez, pensar como se vive. La marca de la casa, como la propuso Eduardo o Txomin, consistía en evaporar de la sociedad la hipocresía que componían los políticos de la izquierda palmaria, de la derecha férula y los columnistas más filibusteros de las revistas ideologizantes y de los periódicos combatientes, los más excelsos representantes sociales que execraban sus vidas ejemplares en las revistas del corazón – más o menos como hoy, que nada ha variado.
Algunos de aquellos murieron ya, víctimas del exceso, de la coherencia, de vivir como pensaron, de sobredosis y sidas, de su combinación, a la luz pública, sin mentir, sin hipocresía. Aquella manera de vivir dio para una teoría vital que se concretizó en canciones y poemas, en teatralizaciones y films a dioses desconocidos. Los que murieron yacen olvidados en sus tumbas, en cementerios lejos de la movida, en la inmovilidad absoluta.
Hubo otros, como yo mismo, que jugamos a la trasgresión, a permanecer durante múltiples noches en el vapor etílico, salvando de la navaja en la yugular a amigos variopintos o atándolos a las sillas tras tragar una “estrella negra”, y hemos prorrogado nuestra existencia aquí, malviviendo de la nostalgia, regalándonos con estas columnas por no aparecer como aquellos columnistas filibusteros de periódicos combatientes, mientras presentamos nuestras manos sin mácula cuando averiguamos día a día que este no es nuestro tiempo ni lugar, y nos odiamos porque nuestra imbecilidad nos impidió la coherencia.
Cuando acaba todo y en los espejos, mostramos al dinosaurio que llevamos dentro. Nuestra historia y su biografía finalizaron con la muerte de los únicos seres reales que nos rodearon una vez.
Hoy sólo queda la nostalgia, porque el juego a la trasgresión es imposible en una sociedad que se muere de aburrimiento hipócrita y político, en escenarios que repiten músicas muertas que surgen de las gargantas de seres reptantes a los políticos pan/car/tistas o pank/artistas, esos jugadores ventajistas que carecen de baraja.
Nos queda reír, reírse mucho de esta sociedad triste e hipócrita que enterró a la única generación a la que no fue capaz de asimilar, a la generación de la movida.
¡Ah!, si Poch volviera a cantar, le encantaría gritar si buscas la libertad, encuentra cualquiera de tus venas, que podría pasar por una letra del propio Poch, si no fuera porque lo escribió Séneca.
No volverá a cantar, empero, que estamos todos muertos, y debieran dejar reposar definitivamente a esta generación del trapicheo, de la coherencia, del vivir como se piensa, no resucitarla para la nostalgia de los viejos dinosaurios de cuarenta y pico ni para los jóvenes que buscan la estética y su venta.

Comentarios

  1. Me gusta mucho tu manera de expresarte, te he leído hasta el final y no he tenido esa sensación que tengo en otros blogs, que estoy deseando llegar al final porque el tema me lo tengo que leer pero no me llama la atención, sin embargo tu post ha tenido toda mi atención desde el principio hasta el final, solo una cosa. tomatelo como un consejo de alguien que sabe diseñar webs, deberías cambiar o el color del fondo o el color de la letra, ya que estos dos colores mezclados entre si, a los que tenemos mal la vista nos es muy molesto para leer, prueba poner el fondo claro y la letra oscura o al revés, un saludo, volveré por aquí

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